13/9/09

Aportes para la economía psíquica

En “Del crepúsculo al amanecer”, una película un tanto menor de Robert Rodríguez, hay sin embargo un pasaje extraordinario: George Clooney, uno de los dos asaltantes (el otro es Quentin Tarantino) ha llegado finalmente, después de una peripecia de fuga cuasi surrealista, hasta un bar frecuentado por individuos de mal vivir, emplazado al otro lado de la frontera mexicana. Allí, tiene una discusión con un portero o camarero del lugar, luego de la cual empieza a beber tequila con gesto alterado, farfullando su molestia hacia el tipo que lo había puesto nervioso. En ese momento, Harvey Keitel, que es un predicador al que los ladrones tomaron como rehén (junto con su hija, Juliette Lewis), le dice: “Escuche una cosa: usted ha robado varios millones de dólares, ha eludido a la policía a lo largo de varias fronteras estatales y ha pasado a otro país. ¿Y se siente molesto porque el portero de un bar le puso mala cara? ¿Es posible que sea tan perdedor que no se da cuenta de cuándo ganó?”
Esa escena es maravillosa para entender una de las claves de la economía psíquica. La autoestima es inversamente proporcional a la vanidad. Es la vanidad la que nos vuelve adictos (con una dependencia similar a la de las drogas, el cigarrillo o cualquier otra substancia) a la aprobación externa. A extremos absurdos, como el portero del bar mexicano de la película. Y es la autoestima la que nos hace pensar de una manera más acumulativa, como el predicador que interpreta Harvey Keitel.
La publicidad explota muy bien la vanidad, y pulsa esas emociones adictivas exacerbadas en esta sociedad de consumidores, como dice Zygmunt Bauman, donde es lo que consumimos lo que supuestamente nos define. Así tendemos a creer que todo lo que queremos o necesitamos está “afuera”, nos “falta”, debe ser “agregado”, sin pensar antes si ya no lo tenemos “adentro” de alguna manera concreta o simbólica. Ya en el siglo XIX, Marx hablaba de la “alienación” o “enajenación” que provocaba el capitalismo, y el “fetichismo” de la mercancía. Hemos perfecionado esas taras, llegando al fetichismo del atributo de la mercancía (el celular que se promueve como “el sonido del éxito”, por ejemplo). La economía posmoderna tracciona en base a frustración y envidia. La publicidad señala qué es lo que debemos envidiar y cuánto debemos sentirnos frustrados.
De esa manera, la angustia que provoca no “tener” esos elementos aparentemente imprescindibles, generan adicciones a placebos que nos permitan tolerar esa falta (drogas, cigarrillos, alcohol) anestesiando nuestra frustración, o lisa y llanamente generan obesidad al exacerbar la voracidad por incorporar o retener –incluso física e inconcientemente- hasta lo que no nos hace falta.
Hay un ejercicio muy sencillo para empezar a recorrer un camino más saludable frente a este estado de las cosas. La próxima vez que recibas una promoción de carga doble de tu celular, mandá un mensaje consultando cuánto tenés de saldo.
La próxima vez que algo te provoque un deseo imperioso, pensá si es imprescindible, si es impostergable, y sobre todo, como decía Shantaram, si “te acerca o te aleja de la perfección última”.
Hay una escena que me causa mucha tristeza, que es cuando al viajar en bondi por rutas del tercer cordón del conurbano, veo a pasajeros de evidente condición muy humilde manipular sofisticados “gadgets” tecnológicos de última generación. La imagen, en la que quien mediante el consumo de esos aparatos ambiciona ascender en la escala social, es sin embargo opuesta. Hay algo impostado en ese aparato plateado reluciente con lucecitas de colores en la mano de esa persona a la que evidentemente no le sobra el dinero como para gastarlo en esa pavada (algo tan impostado como cuando en épocas que me resultaban muy adversas en lo socioeconómico, yo usaba un sobretodo escocés a cuadros, digno de Sherlock Holmes, comprado de segunda mano en el Ejército de Salvación. En aquellos tiempos, había algo “wrong in this picture” cuando me lo ponía).
La vanidad nos vuelve vulnerables a los placebos y fetiches de la era del simulacro. La autoestima es la que nos permite tolerar la eventual frustración primero, es decir ver la situación que nos frustra, y confiar en que podemos revertir esa situación, en caso de que sea necesario.
La vanidad nos impulsa a querer “comprar la nueva estufa que acaba de salir al mercado”. La autoestima es la que frente a esa “estufa” nos lleva a preguntarnos “¿necesitaré una estufa yo, que vivo en Puerto Rico?”
Quizás esto que yo pienso no le sirva a todo el mundo. Tal vez, abrevé en el budismo (que plantea que “sólo somos energía que fluye en la energía cósmica universal como agua en el agua” y que “debemos procurar ir más allá de la ilusión del Yo”) después de la experiencia de un derrame cerebral y una depresión severa. Por eso, quizás, es que ayer le decía a mi hijo que “la economía psiquica es la que te lleva a computar como ganancia cada problema que te ahorrás”, y que, en consecuencia, “la tranquilidad es el Mercedes Benz del hipertenso grave”.
Así que ya saben, ahorrense la hipertensión mientras estén a tiempo, eviten las adicciones, la voracidad (que conduce a la obesidad o la drogadependencia), practiquen el desapego (sobre todo a lo innecesario, como las toxinas varias).
Como cuando hace muchos años me consultaron en un programa de radio sobre cuál era el mejor remedio para la resaca, sigo sosteniendo la misma respuesta: “beber poco”.