14/3/10

Crónica de un niño solo


De acuerdo con el dramaturgo Eugene O`Neill, todo buen relato consiste, básicamente, en “un secreto que se revela”.
“El Pibe”, la biografía de Mauricio Macri escrita por Gabriela Cerruti, revela infinidad de secretos acerca de esa "famiglia" vinculada a los negocios y el poder en la Argentina, pero no es ése el rasgo que lo convierte en un excelente relato.
El gran mérito del nuevo libro de Cerruti, acaso su ópera magna (hablar de “capo lavoro” en este caso sería incurrir en un exceso de sarcasmo), es haber podido trascender los límites del género de biografía-escandalosa-de-político-en-auge-para-leer-en-Punta-del-Este. Es decir, más allá de las revelaciones estrepitosas que abundan a lo largo de esta historia muy bien contada, hay también una mirada profunda, incisiva, sobre el personaje biografiado.
Hay que decir que Gabriela Cerruti es, además de una brillante escritora y periodista, una política destacada. Un poco a la manera de Francois Truffaut, el genial director de cine de la nouvelle vague, quien pasó detrás de la cámara luego de haber sido crítico de cine en la revista "Cahiers du Cinemá", Cerruti pasó de comentar la política a hacerla, y actualmente es diputada al parlamento de la ciudad de Buenos Aires, por una agrupación política de centro-izquierda, acérrima opositora al gobierno del PRO. Desde allí, ha tenido una ubicación privilegiada para observar de cerca las prácticas políticas de Mauricio Macri. Pero es su talento narrativo, puesto de manifiesto desde “El jefe”, la biografía de Carlos Menem escrita dos años antes de su acceso a la presidencia, el que ha sabido desmenuzar la información para convertirla en una narración plena de sentido y sentidos.
“El pibe” se lee de corrido y de un tirón, porque es un texto fascinante, pero el mérito no es de la vida de Mauricio Macri, sino de la obra de Gabriela Cerruti. Ella ha sabido recortar el encuadre de tal manera que hasta por momentos se tiene la sensación de estar observando un “Macri bueno”, en el mismo sentido en que era prejuzgado como “aparentemente bueno” el retrato del Hitler decadente de sus últimos días en el bunker magistralmente interpretado por Bruno Ganz en el film “La caída”. El mérito en ambos casos es reflejar que se trata de seres humanos, mucho más imperfectos y vulnerables que los ìconos en que procuraron convertirse para idolatría de sus seguidores. Macri en “El pibe” aparece como una mezcla entre el “Captan Charlie” de la novela de Tom Wolf “Todo un hombre” y el atribulado Kane/Hearst de “El ciudadano”. Claro que es difícil imaginarlo, como al personaje de Tom Wolf, cediendo todo su dinero tras haber adherido a una bizarra forma de estoicismo para finalmente convertirse en un predicador religioso televisivo. Más quisiéramos. Pero Macri –que no es un “iluminado”, y menos aún en el sentido budista- encarna la más profunda codicia, y la ira motivada por la ignorancia.
De la lectura de “El pibe” queda claro que Macri no es un pusilánime con bajo coeficiente intelectual, ni un psicótico desaforado imbuido de una supuesta misión sagrada. No, es mucho más inteligente y sensato que eso. Y aún así, “no le da el Pinet” para ser presidente.
De todas maneras, “El pibe” es un libro lo suficientemente bueno como para exceder su destino de herramienta política de propaganda. De hecho, Cerruti lo ha escrito con absoluta honestidad intelectual, sin cargar las tintas ni “photoshopear” de oscuridad un retrato que resulta sombrío a partir de la simple enumeración de los hechos (a tal punto que el propio biografiado es una de las principales fuentes de información). Al final del libro, la autora explica su doble rol de escritora y política. Pero, así como a Macri “no le da el Pinet” para ser presidente, queda la sensación de que a Cerruti “le sobra paño” para escribir este tipo de libros. Es evidente que ya está lista para dar otro gran paso, quizás “cruzando las grandes aguas” hacia la ficción, como en su momento lo hizo Tom Wolf, el creador del “nuevo periodismo”. Por lo pronto, “El pibe” es un texto que supera con creces el rol utilitario de, metafóricamente, ser catapultado como objeto arrojadizo para romper los cristales de las ventanas del despacho del Jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Es un texto extraordinario, que como “El ciudadano” de Orson Welles, sobrevivirá y eclipsará con el tiempo al propio protagonista de la biografía. Un niño rico que creció con tristeza y, como tal, no parará hasta "conquistar Rusia" para compensar sus frustraciones infantiles.
Lamentablemente, no hay muchas garantías de que los lectores de clase media de este libro comprendan que en vez de irritarse ante la demora de tránsito que ocasiona un piquete compuesto por “gente que recibe un subsidio estatal de $800 por no hacer nada” debería quizás empezar a tocar bocina con más énfasis en los peajes de las autopistas que les cobra la "famiglia" Macri, gente que recibe subsidios de millones de dólares del Estado por hacer negocios muy rentables para ellos. Y que ahora, a través de Mauricio, esta esperpéntica mezcla de Isidorito con Mr Burns que muchos “aspiracionalistas” idolatran, van a por el Estado mismo.

13/9/09

Aportes para la economía psíquica

En “Del crepúsculo al amanecer”, una película un tanto menor de Robert Rodríguez, hay sin embargo un pasaje extraordinario: George Clooney, uno de los dos asaltantes (el otro es Quentin Tarantino) ha llegado finalmente, después de una peripecia de fuga cuasi surrealista, hasta un bar frecuentado por individuos de mal vivir, emplazado al otro lado de la frontera mexicana. Allí, tiene una discusión con un portero o camarero del lugar, luego de la cual empieza a beber tequila con gesto alterado, farfullando su molestia hacia el tipo que lo había puesto nervioso. En ese momento, Harvey Keitel, que es un predicador al que los ladrones tomaron como rehén (junto con su hija, Juliette Lewis), le dice: “Escuche una cosa: usted ha robado varios millones de dólares, ha eludido a la policía a lo largo de varias fronteras estatales y ha pasado a otro país. ¿Y se siente molesto porque el portero de un bar le puso mala cara? ¿Es posible que sea tan perdedor que no se da cuenta de cuándo ganó?”
Esa escena es maravillosa para entender una de las claves de la economía psíquica. La autoestima es inversamente proporcional a la vanidad. Es la vanidad la que nos vuelve adictos (con una dependencia similar a la de las drogas, el cigarrillo o cualquier otra substancia) a la aprobación externa. A extremos absurdos, como el portero del bar mexicano de la película. Y es la autoestima la que nos hace pensar de una manera más acumulativa, como el predicador que interpreta Harvey Keitel.
La publicidad explota muy bien la vanidad, y pulsa esas emociones adictivas exacerbadas en esta sociedad de consumidores, como dice Zygmunt Bauman, donde es lo que consumimos lo que supuestamente nos define. Así tendemos a creer que todo lo que queremos o necesitamos está “afuera”, nos “falta”, debe ser “agregado”, sin pensar antes si ya no lo tenemos “adentro” de alguna manera concreta o simbólica. Ya en el siglo XIX, Marx hablaba de la “alienación” o “enajenación” que provocaba el capitalismo, y el “fetichismo” de la mercancía. Hemos perfecionado esas taras, llegando al fetichismo del atributo de la mercancía (el celular que se promueve como “el sonido del éxito”, por ejemplo). La economía posmoderna tracciona en base a frustración y envidia. La publicidad señala qué es lo que debemos envidiar y cuánto debemos sentirnos frustrados.
De esa manera, la angustia que provoca no “tener” esos elementos aparentemente imprescindibles, generan adicciones a placebos que nos permitan tolerar esa falta (drogas, cigarrillos, alcohol) anestesiando nuestra frustración, o lisa y llanamente generan obesidad al exacerbar la voracidad por incorporar o retener –incluso física e inconcientemente- hasta lo que no nos hace falta.
Hay un ejercicio muy sencillo para empezar a recorrer un camino más saludable frente a este estado de las cosas. La próxima vez que recibas una promoción de carga doble de tu celular, mandá un mensaje consultando cuánto tenés de saldo.
La próxima vez que algo te provoque un deseo imperioso, pensá si es imprescindible, si es impostergable, y sobre todo, como decía Shantaram, si “te acerca o te aleja de la perfección última”.
Hay una escena que me causa mucha tristeza, que es cuando al viajar en bondi por rutas del tercer cordón del conurbano, veo a pasajeros de evidente condición muy humilde manipular sofisticados “gadgets” tecnológicos de última generación. La imagen, en la que quien mediante el consumo de esos aparatos ambiciona ascender en la escala social, es sin embargo opuesta. Hay algo impostado en ese aparato plateado reluciente con lucecitas de colores en la mano de esa persona a la que evidentemente no le sobra el dinero como para gastarlo en esa pavada (algo tan impostado como cuando en épocas que me resultaban muy adversas en lo socioeconómico, yo usaba un sobretodo escocés a cuadros, digno de Sherlock Holmes, comprado de segunda mano en el Ejército de Salvación. En aquellos tiempos, había algo “wrong in this picture” cuando me lo ponía).
La vanidad nos vuelve vulnerables a los placebos y fetiches de la era del simulacro. La autoestima es la que nos permite tolerar la eventual frustración primero, es decir ver la situación que nos frustra, y confiar en que podemos revertir esa situación, en caso de que sea necesario.
La vanidad nos impulsa a querer “comprar la nueva estufa que acaba de salir al mercado”. La autoestima es la que frente a esa “estufa” nos lleva a preguntarnos “¿necesitaré una estufa yo, que vivo en Puerto Rico?”
Quizás esto que yo pienso no le sirva a todo el mundo. Tal vez, abrevé en el budismo (que plantea que “sólo somos energía que fluye en la energía cósmica universal como agua en el agua” y que “debemos procurar ir más allá de la ilusión del Yo”) después de la experiencia de un derrame cerebral y una depresión severa. Por eso, quizás, es que ayer le decía a mi hijo que “la economía psiquica es la que te lleva a computar como ganancia cada problema que te ahorrás”, y que, en consecuencia, “la tranquilidad es el Mercedes Benz del hipertenso grave”.
Así que ya saben, ahorrense la hipertensión mientras estén a tiempo, eviten las adicciones, la voracidad (que conduce a la obesidad o la drogadependencia), practiquen el desapego (sobre todo a lo innecesario, como las toxinas varias).
Como cuando hace muchos años me consultaron en un programa de radio sobre cuál era el mejor remedio para la resaca, sigo sosteniendo la misma respuesta: “beber poco”.

24/3/09

Historia (clínica) de un renegado mediático





“Apagá la tele”. El título de ese programa de la FM Rock & Pop fue casi una señal divina, un faro, durante una época en la que yo atravesaba por una severa depresión. Escuchar ese programa me divertía y a la vez me advertía sobre los peligros del “catodicismo” fanático. Primero por razones económicas, dejé de tener cable. Con el tiempo, comprobé que así como podía dejar de fumar, beber alcohol o café, de tomar drogas, también podía dejar de comer carne de vaca en dosis exageradas (con lo cual “los ruralistas” que –SIC- “no quieren aportar para pagar la educación pública” pierden buena parte de su poder de chantaje) y también podía dejar de mirar televisión.
Los resultados, ya desde las primeras semanas fueron asombrosos. Extraordinariamente buenos, casi tan beneficiosos como los de la abstinencia de alcohol y tabaco, o los de la restricción de carnes rojas, frituras, café y otros alimentos más tóxicos que nutritivos.
Noté que, al no “llenar el vacío” con contenidos impuestos desde afuera, podía dar espacio en mi mente a generar mis propios contenidos, mis propias opiniones, consideraciones, incluso –o sobre todo- mi propia “agenda temática”. Empecé a dormir mucho mejor, más profunda y relajadamente. Logré respirar mejor incluso, usando la respiración (en meditaciones y ejercicios de yoga y relajación) como herramienta para evitar la ansiedad. Creía que esos perceptibles cambios psicológicos y hasta físicos eran una cuestión de sugestión, muy subjetiva por mi cercanía con el periodismo al que tendía –creía- a sobrestimar en su poder pernicioso sobre mi salud. Pero cuando anoche escuché por AM 530, “La Voz de Las Madres”, a un psiquiatra especializado en terapia de grupos en hospitales públicos alertar sobre el grado de deterioro en la salud mental que producen la publicidad y el tratamiento de la realidad por parte de los medios de comunicación, comprobé que esa proporción directa no era una sospecha traída de los pelos.
Ahora, me animo a sugerir algunas variantes muy sencillas que no necesitan de la aprobación de una nueva Ley de Radiodifusión, sino de la toma de conciencia de que –hasta ahora por lo menos- no es obligatorio consumir la actual oferta de los medios de comunicación. Todos tenemos el poder de “apagar la tele”, o mejor aún de no prenderla. En una época, yo solía reaccionar bastante airadamente cuando en una estación de servicio o bar ponían en la tele a “Gran hermano”. Generalmente, desistía ostensiblemente de consumir en el lugar y me iba, protestando explícitamente y dando a entender claramente que esa salida constituía una sanción económica al hecho de que trataran de imponer ese espectáculo a los parroquianos.
Los “(de)formadores de opinión” de los medios no pueden entrar en mi casa. No los escucho. No me importa lo que tengan para decir. Me tienen harto. Tinelli, para mí, es más lejano que el conductor del programa de preguntas y respuestas de Slumdog Millionaire.



Porque, aquí está el quid de la cuestión, no son ellos –los medios, los mediáticos- quienes nos dan sentido a nosotros. Somos nosotros los que los constuimos a ellos. Si yo no lo miro, Tinelli no tiene razón de ser. Ni Susana, ni Mirta, y siguen las firmas. Se habla hasta el hartazgo del poder de los medios. Pero ese poder se lo otorgamos nosotros. Y si se lo otorgamos, quiere decir que también se lo podemos quitar. Ghandi logró liberar a la India de una potencia como Gran Bretaña con el simple argumento del ayuno. Quizás sea hora de intentar el “ayuno” de los excesos de información que nos proponen esos canales de 24 horas de noticia (un absurdo: no pasan cosas dignas de ser mencionadas como noticia las 24 horas).
Recuerdo un cuento extraordinario de ciencia ficción en el que había una epidemia de shocks por los cuales la gente quedaba en un estado de deficiencia mental, repitiendo la última palabra que había pronunciado. Tras una investigación científica, se llega a la conclusión que la causa de la pandemia era el exceso de información que sufría la primera generación que había crecido con la televisión (el científico que hacía el descubrimiento, comparaba el cerebro con un archivo en el que se trataba de guardar más fichas de las que cabían en él). Finalmente, el líder político del momento decide usar la cadena de televisión para hacer un llamamiento a dejar de mirar televisión hasta que se solucione la epidemia. Al dirigirse la público dice: “Damas y caballeros…caballeros…caballeros…” y sucumbe en cámara al sindrome.
Lo cierto es que no es obligatorio cenar mirando comedias de televisión en la que la gente se encuentra de casualidad detrás de un árbol de plaza, ni escuchar radios de noticias para “tascistas” (conductores de taxi con ideologías fascistas), ni leer “Clarín”. Pero sobre todo, como me enseñó mi viejo, no hace falta “creer en todo lo que uno lee en letra de molde”.
Solemos quejarnos de la manipulación de la información, sin acordarnos de que el “corte final” siempre lo tenemos nosotros. Así como frente al chantaje de “el campo”, siempre se puede elegir comer arroz con agua de la canilla, y parafraseando a San Martín, andar “en pelotas como nuestros hermanos los indios” (de la India) , pero “ser libres y lo demás no importa”. También se puede elegir dejar de mirar televisión, y sobre todo dejar de escuchar perversos slogans publicitarios. Esos que nos explican tan bien “las ventajas de una estufa”, que hasta nos olvidamos que “vivimos en Puerto Rico”.
Hay una escena clave en “Matrix” cuando “Neo” extiende la mano y dice: “No”, y el mundo fantástico de la Matrix se desvanece y se convierte en ceros y unos. De la misma forma en que todos llevamos puesta nuestra propia Matrix, también todos podemos manejar nuestra propia nave Nabucodonosor y tomar nuestra propia pastilla roja. Es simple, no hace falta ni siquiera apretar un botón. Consiste, precisamente, en NO apretarlo. Y en mantenernos firmes en que, cuando nuestra vida no “encaja” en las premisas que procura imponer un aviso publicitario, no es porque estemos fallando en algo.
El que falla es el aviso.

9/3/09

Entre “la musa” de Fontanarrosa y los “malcriaditos del estado de Bienestar”



Ayer vi “Revolutionary Road”, la reciente y muy premiada película de Sam Mendes con Kate Winslet y Leonardo Di Caprio. La trama muestra a una pareja de clase media en los Estados Unidos de la década del '50, agobiada por la rutina y el tedio, sacrificando ella su sueño de ser actriz y de irse a vivir a París, porque él ha obtenido un ascenso en su tedioso empleo y ella ha quedado nuevamente embarazada.
Sabe Dios y todos cuantos me conocen que lejos estoy de asumir posiciones conservadoras o conformistas, pero la postura de estos dos “malcriaditos del estado de Bienestar” me sacó de quicio. Lo primero que se me ocurrió comentar al final de la proyección fue “Ay, sorry, disculpame por haber recibido un aumento de sueldo…
Porque el problema era que en la película se transmitía la idea de que había una sola alternativa: que las cosas podrían haber sido mejores. Cuando en realidad existía la posibilidad de que fueran peores. ¿No te gusta el estado de bienestar en los Estados Unidos de mediados del siglo XX? Fenómeno: te invito a trabajar 12 horas en una librería de un shopping los domingos durante la flexibilización menemista. Y era un buen escenario, de los mejores que se me habían presentado hasta entonces. O si no, te invito a trabajar en una plantación de cañamo en Namibia o Sudáfrica, y además ser negro.
Esa posición de sospechar que siempre las cosas podrían haber sido mejores es una manera de fabricar artificialmente frustraciones. ¿Por qué habrían de haber sido mejores? Y sobre todo, ¿qué hiciste para que lo fueran? Por lo pronto, ¿qué hizo la pareja de Revolutionary Road?
Nada.
Ni siquiera elaboró una estrategia para ir a París: buscar contactos para tener el trabajo de secretaria que ella descontaba que tendría, hacer cálculos realistas de costo de vida y duración de los ahorros, etc. Porque hasta para hacerse hippie hace falta estrategia y un mínimo planning.
Hay un cuento sensacional de Fontanarrosa, llamado “Inspiración” en el que un autor que vendió por anticipado una obra de teatro que ni siquiera empezó a escribir, justifica su vagancia en que ya llegará la musa en su ayuda. Finalmente, aparece la “musa”, un personaje esperpéntico, que le dice que traiga un termo de café, la máquina de escribir y muchas hojas, porque “vamos a trabajar toda la noche”.
Los sueños no se cumplen por arte de magia, se alcanzan con esfuerzo. La mejor “inspiración” consiste en trabajar toda la noche, llegado el caso. Y sobre todo (recuerdo lo tedioso que era el servicio militar hasta que “por fin pasó algo interesante” y estalló la Guerra de Malvinas) hagámosnos de una vez a la idea de que, en ciertos casos por lo menos, el aburrimiento suele ser un mal menor.

20/8/08

MI párpado izquierdo



Ayer ví una película excelente. Se trata de la producción francesa “La escafandra y la mariposa”, una adaptación cinematográfica del libro del periodista francés Jean Dominique Bauby, quien relata su propia experiencia en el hospital tras sufrir un accidente cerebrovascular. Bauby, a consecuencia del ACV, padece el “síndrome de Locked-in”, por el cual queda completamente paralizado, a excepción de su ojo izquierdo. A través de ese ojo, y mediante un sistema que incluye similares dosis de ingenio y paciencia, sus acompañantes terapeúticas establecen una manera en la que el paciente puede primero deletrear palabras para comunicarse –con un parpadeo interrumpe la enumeración, y la última letra es la que se “anota”, como en los sms-, y luego empezar a escribir bellísimos artículos que relatan sus impresiones dentro del hospital, la historia del lugar, sus sensaciones durante la internación, sus reflexiones a partir de esa dolorosa y a la vez trascendente experiencia.
Tenía muchas ganas de ver esa película, ya que a través de los avances noté que la cámara subjetiva en un permanente “plano-secuencia”, con la voz en off del protagonista, refleja muy fielmente lo que se siente en circunstancias similares. El protagonista piensa respuestas a comentarios de las personas que andan a su alrededor –médicos, enfermeras, etc.- y protesta “¿Por qué no me escuchan?”, también refleja la puntillosa y hasta sofisticada lucidez intelectual del periodista accidentado, cuya mente sigue trabajando con gracia y elegancia expresiva, con sentido del humor e ironía mientras quienes se le acercan apenas le hablan porque ven en él a una “cosa” inerte.
Como dice la publicidad del narigón con un auto canchero: “Yo estuve ahí, no es fácil”. Me impresionó cómo la película refleja tan bien las sensaciones de alguien que ha sobrevivido a un ACV (tal como me sucedió hace más de 5 años) y ese contraste entre el bullicioso mundo interior y la percepción “vegetal” con la que es visto alguien en ese estado. También me hizo acordar con mucho cariño de mis fonoaudiólogas en el Hospital Argerich, como Natalia Bonavía, de mi kinesióloga Graciela Marquez, además de Gonzalo Eztala, el neurocirujano asignado al seguimiento de mi recuperación (a quien dos años después encontré en Aeroparque para viajar juntos en el mismo avión a Mendoza, casi como en una película de Tom Hanks de domingo a las 8 de la noche). Lo cierto es que con el sistema del párpado, Bauby logra escribir un libro maravilloso.
Una de sus preocupaciones era cómo había llegado a su accidente cerebrovascular, y allí se encuentra mi mayor punto de contacto con ese personaje, además de la patología concreta. Bauby recuerda finalmente el momento, pero no la causa. Yo tengo una hipótesis. Jean Dominique era editor de una revista fashion. Igual que yo en el momento de mi ACV. Debe haber una seria influencia de ese ambiente de modelos anoréxicas, diseñadores de ropa, fotógrafos, y publicistas de grandes aspiraciones, donde la falta de uso racional, sensible e inteligente del cerebro termina inutilizándolo del todo. Bauby se redimió escribiendo ese libro extraordinario, cuya adaptación al cine no sólo es recomendable, sino imperdible. Yo trato de redimirme, desde entonces, viviendo una vida más humana y escribiendo algunas ideas que hagan de este mundo un lugar más bello en un sentido más profundo que la impostada “perfección” de una foto publicitaria.

30/7/08

La “mística” de Mystique


Parecemos “Leonard” y “Sheldon”, del sit-com “Big Bang Theory” (es decir, dos tremendos nerds), mientras con Diego hablamos sobre la mayor profundidad del comic original de “X Men” respecto de las versiones fílmicas.
Ya está, ya recomendé “espectáculos” y “libros”. Aunque pensar que una reseña sobre un hecho artístico se limita a ese hecho, es como pensar que el “HTP”, el test proyectivo de la casa, el árbol y la persona es para charlar sobre arquitectura, botánica y anatomía. Ayer me hicieron ese test, después de que llegué tarde a la sesión porque el chofer de la combi no sabía cómo tomar un camino alternativo para evitar un corte en la autopista, y me preguntaba a mí -que estaba sentado en la primera fila de asientos- sobre qué camino seguir, mientras yo (no) le contestaba como Daniel Hendler en “Derecho de Familia”: “nooo…yo te dejo el problema a vo`”. Lo cierto es que -quizás por ese "estímulo" previo- cuando empezaron las preguntas en el test, la mayoría de las veces me sentía como el “Emo” de Capusotto (“ay…no sé…¡¡¡no lo sé!!!”). En fin, espero que salga algo bueno de todo ese interrogatorio simbólico.
Pero el tema era la charla con Diego sobre los X Men. Él estaba acompañando a su novia y ambos se quedaron en casa el fin de semana, en plan “granja de recuperación” para ella, que está atravesando un durísimo Trastorno de Depresión Mayor (experiencia por la que alguna vez pasé y no se la deseo ni a mi peor enemigo). Ella siente que el mundo tiene demasiadas expectativas sobre ella, y se ve “gorda” o “poco atractiva”, aunque transmita una belleza extraordinaria y quizás fuera de contexto en su entorno habitual, como “un ángel en un shopping”.

Además, como bien dice: “la mitad de los falsos amigos se va cuando estás en bancarrota, la otra mitad cuando tenés una depresión”. Y es cierto, ¿cómo explicar al mundo que no se trata de una intencional “mala onda” para llamar la atención, sino de un problema concreto de recaptación de serotonina en el cerebro, algo tan químico como una gripe o una “angina psíquica”?
Así que en ese contexto, el hecho de que Diego coincida conmigo en que su personaje favorito de X Men es Mystique, la felina azul de pelo magenta y ojos amarillos, que puede camuflarse como cualquier persona, pero que sigue apareciendo así, azul y con escamas, porque, dice: “Yo así soy normal: azul y con escamas”, es doblemente promisorio. La mitad de la recuperación de alguien que atraviesa por una depresión proviene del estímulo y empatía de su pareja (que se transforma en “councelor”, “acompañante terapéutico” y mucho más).

Así que, probablemente en el HTP me salga (o me gustaría que reflejara), que con el tiempo me volví una persona a la que “cuando sea grande” le gustaría ser como Mystique: alguien que pudiendo disfrazarse de cualquier cosa le gusta ser como es, por más azul, freak y con escamas que aparezca.

26/7/08

Una buena historia (clínica)



Quizás sea por haber estado inconciente un mes (y una semana en coma). Quizás por haber tenido un derrame cerebral hace cinco años. Quizás no sea el vino, quizás no sea nada. O acaso fueran esas tempranas lecturas de J.B. Priestley y sus fantasías de tiempos paralelos, o demasiado Cortázar en la adolescencia, pero ahora le estoy hablando a mi psiquiatra –la Dra. Trotta- de mis nuevas lecturas hinduistas y budistas que hablan de la “serendipidad”, la comunicación mente-a-mente, la posibilidad de transmitir energía cósmica a través del reiki, o de mandar y recibir mensajes, más bien sensaciones, de manera casi telepática.


Lo bueno de la Dra. Trotta (a quien prefiero llamar por su nombre de pila, que es “Yamila”, humanizar a mi terapeuta contribuye al tratamiento. Confío en una persona más que en mil teorías y en diez mil pastillas) es que se parece al acupunturista de la serie “Eli Stone”, es casi un amigo confidente para compartir una cerveza en el pub a la salida de la oficina.
En consecuencia, Yamila no sólo no me toma de la muñeca ni me dice “tranquilo, tranquilo, por acá…”, sino que me explica ciertas vinculaciones entre las emociones y ese tipo de percepciones “telepáticas” (las comillas, obvio, son de ella). Luego halaga “el coraje de los duelistas” para afrontar y atravesar las experiencias dolorosas y traumáticas del pasado (entre ellas, haber estado inconciente un mes, una semana en coma, etc., etc.), y finalmente me confirma que me ve muy bien instalado en el presente, con las experiencias del pasado como referencia, pero con el futuro como objetivo. Por lo tanto, me anuncia una drástica disminución en la medicación, progresiva pero sostenida, con vistas a dejar de tomar todo tipo de psicofármaco a la brevedad. “¿Viste? Ya te vas a desintoxicar del todo” me anuncia con una palmada en la espalda a la salida de la sesión en ese “gabinete de Mr Anderson” (por su parecido con la escenografía de la escena de “Matrix” en la que le tapan la boca y le meten el “bicho mecánico” a Keanu Reeves) que funciona como consultorio en el Servicio de Salud Mental del Hospital.

Ahora, parafraseando a la Negra Vernaci: “¿Puede ser tan turra la mente, Rolón?” No fue más que salir del edificio y empezar a tener durante todo el día unas desaforadas ganas de fumar y tomar café. “Sólo uno”, pensaba. “un permitido”, me autoengañaba.
Hasta que al anochecer, sentí que respiraba profundamente y daba por concluido el asunto. Nada de café, menos aún de cigarrillo. Me estoy desintoxicando química y anímicamente, dejando atrás las sustancias que me hacen mal y los malos recuerdos de las experiencias traumáticas. Incluso, hace una semana finalmente me entregué al tratamiento con la psicóloga embarazada y pecosa, le dije: “Creo que ahora sí estoy preparado para escuchar lo que tengas para decir sobre mi caso, sobre mí en general, y estoy dispuesto a considerarlo como una opinión calificada”.
Así que a las siete de la tarde volví a sentir que me encaminaba por el irreversible sendero de la desintoxicación, de la evolución, de la comprensión de que aunque ahora pueda entender los errores del pasado, en todas las áreas, ya no los puedo corregir retroactivamente. Puedo evitar los del futuro, comenzando por abstenerme de fumar. Hay una expresión de la “lengua popular” muy acertada. Esa que dice “ricataaateee” (“Rescatate”), cuando uno mejora sus hábitos. Es realmente un rescate, en todo el sentido de la palabra, teniendo en cuenta que las conductas tóxicas previas nos ponían frente a un peligro concreto.


Así que, mientras camino por Avenida Santa Fe, pienso en voz alta y me digo a mí mismo: “Tal parece que aprendiste a caminar sobre el papel de arroz, pequeño saltamontes”.
Después, me cuestiono por qué me hablo a mí mismo como si fuera otra persona, por qué me llamo “pequeño saltamontes”, y por qué hablo solo mientras camino por Avenida Santa Fe.
Y sobre todo, temo que la Dra. Trotta me escuche con la mente a la distancia y empiece a dudar de mis reales avances en el tratamiento.