Anoche ví una película de animación que recientemente llegó al formato DVD –aunque estuvo nominada al Oscar de aminación de 2004- y que merece las más calurosas recomendaciones. Se trata de “Las trillizas de Belleville”, del dibujante francés Sylvain Chomet, uno de los más destacados exponentes contemporáneos de la “escuela de Anguleme”, un estilo de historieta –la bande dessinée- emblemático de la cultura franco-belga-canadiense (al modo del “manga” japonés). Esa modalidad, cuyo referentes más cercanos pueden ser Asterix y Tintín para ciertas generaciones de veteranos argentinos, aporta una mirada de cierta ingenuidad intencional, que al traspolarse al cine de animación reproduce climas como de “Nouvelle Vague” de los años `60.
“Las trillizas de Belleville”, precisamente está ambientada en una zona cronológica vagarosa, con rasgos entre los últimos `50, los `60 y hasta algo de los `70, más los flashbacks de las actuaciones artísticas de las trillizas (una especie de terceto vocal tipo Manhattan Transfer pero contemporáneo de Josephine Baker y Fred Astaire).
Pero quizás lo más delicioso, sin dudas el adjetivo que mejor califica a esta obra de arte en movimiento, son los giros de guión alrededor de Memé Souza, la abuela que entrena a su nieto ciclista –llamado, precisamente, Champion- para el Tour de France, mientras el inefable perro Bruno le ladra a los trenes que cruzan por la ventana de la casa.
Cuando unos siniestros mafiosos –dibujados con los hombros con forma de placard- secuestran a Champion y se lo llevan en un barco trasatlántico, Memé (apelativo francés para “abuela”, como “bove” para los judíos, “nonna” para los italianos o “yaya” para los españoles) Souza se lanza a su rescate atravesando tormentas oceánicas con un bote a pedal como los de los lagos de Palermo. Finalmente los alcanza en Belleville, una especie de versión surrealista de New York (o de Estados Unidos en general), identificada con una desopilante “Estatua de la Libertad” símil gorda-de-Botero.
Allí se encuentra con las Trillizas, quienes en otra época fueron grandes estrellas del espectáculo, y hoy viven en un departamentito, donde comen ranas a granel (pescadas con el recurso de hacer explotar granadas de mortero en la bahía, y luego recibirlas en un mediomundo a las ranas que vuelan como en una plaga bíblica. Genial). Finalmente las cuatro ancianas se enfrentan a los deformes mafiosos y los vencen, en una desopilante persecución automovilística de la que participan unas extrañas “limusinas de Citroën 3CV” a ritmo deliberadamente lento, y rescatan a Champion y otros dos ciclistas víctimas de los mafiosos-placard.
Hay cosas fantásticas en esta película –que me vino muy bien ver en un momento en que trato de lidiar con mi “manejo de la ira” y excesos de vanidad. La idea de que la fortaleza de las heroínas está en su debilidad, en la conciencia de sus “desventajas” físicas que las lleva a encontrar astutos atajos de economía psíquica. La posibilidad de encontrar heroísmo y protagonismo en la madurez y hasta en la vejez, una idea que a quienes ya pasamos los 45 nos empieza a ocupar más que preocupar. Y también, el recuerdo de mi abuela Victoria, una fibrosa heroína –obrera textil anarquista- que me despertaba todas las mañanas de mi infancia cantando a voz en cuello la “Internacional Anarquista”, que tenía un innato talento como cantante amateur de tangos –a la manera de las trillizas- y una sobria ternura, digna de quien era capaz de hacer explotar granadas de morteros para pescar ranas. Cuando yo le indicaba alguna conjugación errónea o una palabra correcta en contexto de una oración, ella me reprendía: “¿Vos me entendiste? ¿Y si me entendiste, para qué me corregís?” Y se amparaba en su edad para hacerme saber que ya era demasiado tarde para modificar su forma de hablar o incorporar nuevos conocimientos.
Hoy descubro que, justamente, la mejor forma de eludir las trampas del ego es la autocrítica. Si quedamos entrampados en una vanidad “blindada”, no hay posibilidad de modificar, ni, en consecuencia, de mejorar (de “promovernos como sujeto histórico” como dicen en la Facultad de Ciencias Sociales). Las trillizas de Belleville son parecidas a mi abuela Victoria, a quien sólo le faltó esa flexibilidad para adaptar su “número musical” al paso del tiempo (me refiero a la flexibilidad para seguir aprendiendo cosas a cualquier edad). Aunque quizás sólo se trate de otra de las estupendas lecciones que me dejó a lo largo de la vida: en este caso, la que puedo entender en mi propia madurez.
De corazón: en cuanto puedan, alquilen “Las trillizas de Belleville”, apaguen la tele, disfruten de esta maravillosa pieza de cine arte de animación. Y también disfruten de sus yayas, nonnas, boves y memés, que siempre tienen algo nuevo para aportar, incluso 25 años después de haber dejado este mundo.