20/8/08
MI párpado izquierdo
Ayer ví una película excelente. Se trata de la producción francesa “La escafandra y la mariposa”, una adaptación cinematográfica del libro del periodista francés Jean Dominique Bauby, quien relata su propia experiencia en el hospital tras sufrir un accidente cerebrovascular. Bauby, a consecuencia del ACV, padece el “síndrome de Locked-in”, por el cual queda completamente paralizado, a excepción de su ojo izquierdo. A través de ese ojo, y mediante un sistema que incluye similares dosis de ingenio y paciencia, sus acompañantes terapeúticas establecen una manera en la que el paciente puede primero deletrear palabras para comunicarse –con un parpadeo interrumpe la enumeración, y la última letra es la que se “anota”, como en los sms-, y luego empezar a escribir bellísimos artículos que relatan sus impresiones dentro del hospital, la historia del lugar, sus sensaciones durante la internación, sus reflexiones a partir de esa dolorosa y a la vez trascendente experiencia.
Tenía muchas ganas de ver esa película, ya que a través de los avances noté que la cámara subjetiva en un permanente “plano-secuencia”, con la voz en off del protagonista, refleja muy fielmente lo que se siente en circunstancias similares. El protagonista piensa respuestas a comentarios de las personas que andan a su alrededor –médicos, enfermeras, etc.- y protesta “¿Por qué no me escuchan?”, también refleja la puntillosa y hasta sofisticada lucidez intelectual del periodista accidentado, cuya mente sigue trabajando con gracia y elegancia expresiva, con sentido del humor e ironía mientras quienes se le acercan apenas le hablan porque ven en él a una “cosa” inerte.
Como dice la publicidad del narigón con un auto canchero: “Yo estuve ahí, no es fácil”. Me impresionó cómo la película refleja tan bien las sensaciones de alguien que ha sobrevivido a un ACV (tal como me sucedió hace más de 5 años) y ese contraste entre el bullicioso mundo interior y la percepción “vegetal” con la que es visto alguien en ese estado. También me hizo acordar con mucho cariño de mis fonoaudiólogas en el Hospital Argerich, como Natalia Bonavía, de mi kinesióloga Graciela Marquez, además de Gonzalo Eztala, el neurocirujano asignado al seguimiento de mi recuperación (a quien dos años después encontré en Aeroparque para viajar juntos en el mismo avión a Mendoza, casi como en una película de Tom Hanks de domingo a las 8 de la noche). Lo cierto es que con el sistema del párpado, Bauby logra escribir un libro maravilloso.
Una de sus preocupaciones era cómo había llegado a su accidente cerebrovascular, y allí se encuentra mi mayor punto de contacto con ese personaje, además de la patología concreta. Bauby recuerda finalmente el momento, pero no la causa. Yo tengo una hipótesis. Jean Dominique era editor de una revista fashion. Igual que yo en el momento de mi ACV. Debe haber una seria influencia de ese ambiente de modelos anoréxicas, diseñadores de ropa, fotógrafos, y publicistas de grandes aspiraciones, donde la falta de uso racional, sensible e inteligente del cerebro termina inutilizándolo del todo. Bauby se redimió escribiendo ese libro extraordinario, cuya adaptación al cine no sólo es recomendable, sino imperdible. Yo trato de redimirme, desde entonces, viviendo una vida más humana y escribiendo algunas ideas que hagan de este mundo un lugar más bello en un sentido más profundo que la impostada “perfección” de una foto publicitaria.
30/7/08
La “mística” de Mystique
Ya está, ya recomendé “espectáculos” y “libros”. Aunque pensar que una reseña sobre un hecho artístico se limita a ese hecho, es como pensar que el “HTP”, el test proyectivo de la casa, el árbol y la persona es para charlar sobre arquitectura, botánica y anatomía. Ayer me hicieron ese test, después de que llegué tarde a la sesión porque el chofer de la combi no sabía cómo tomar un camino alternativo para evitar un corte en la autopista, y me preguntaba a mí -que estaba sentado en la primera fila de asientos- sobre qué camino seguir, mientras yo (no) le contestaba como Daniel Hendler en “Derecho de Familia”: “nooo…yo te dejo el problema a vo`”. Lo cierto es que -quizás por ese "estímulo" previo- cuando empezaron las preguntas en el test, la mayoría de las veces me sentía como el “Emo” de Capusotto (“ay…no sé…¡¡¡no lo sé!!!”). En fin, espero que salga algo bueno de todo ese interrogatorio simbólico.
Pero el tema era la charla con Diego sobre los X Men. Él estaba acompañando a su novia y ambos se quedaron en casa el fin de semana, en plan “granja de recuperación” para ella, que está atravesando un durísimo Trastorno de Depresión Mayor (experiencia por la que alguna vez pasé y no se la deseo ni a mi peor enemigo). Ella siente que el mundo tiene demasiadas expectativas sobre ella, y se ve “gorda” o “poco atractiva”, aunque transmita una belleza extraordinaria y quizás fuera de contexto en su entorno habitual, como “un ángel en un shopping”.
Así que en ese contexto, el hecho de que Diego coincida conmigo en que su personaje favorito de X Men es Mystique, la felina azul de pelo magenta y ojos amarillos, que puede camuflarse como cualquier persona, pero que sigue apareciendo así, azul y con escamas, porque, dice: “Yo así soy normal: azul y con escamas”, es doblemente promisorio. La mitad de la recuperación de alguien que atraviesa por una depresión proviene del estímulo y empatía de su pareja (que se transforma en “councelor”, “acompañante terapéutico” y mucho más).
26/7/08
Una buena historia (clínica)
Quizás sea por haber estado inconciente un mes (y una semana en coma). Quizás por haber tenido un derrame cerebral hace cinco años. Quizás no sea el vino, quizás no sea nada. O acaso fueran esas tempranas lecturas de J.B. Priestley y sus fantasías de tiempos paralelos, o demasiado Cortázar en la adolescencia, pero ahora le estoy hablando a mi psiquiatra –la Dra. Trotta- de mis nuevas lecturas hinduistas y budistas que hablan de la “serendipidad”, la comunicación mente-a-mente, la posibilidad de transmitir energía cósmica a través del reiki, o de mandar y recibir mensajes, más bien sensaciones, de manera casi telepática.
Lo bueno de la Dra. Trotta (a quien prefiero llamar por su nombre de pila, que es “Yamila”, humanizar a mi terapeuta contribuye al tratamiento. Confío en una persona más que en mil teorías y en diez mil pastillas) es que se parece al acupunturista de la serie “Eli Stone”, es casi un amigo confidente para compartir una cerveza en el pub a la salida de la oficina.
En consecuencia, Yamila no sólo no me toma de la muñeca ni me dice “tranquilo, tranquilo, por acá…”, sino que me explica ciertas vinculaciones entre las emociones y ese tipo de percepciones “telepáticas” (las comillas, obvio, son de ella). Luego halaga “el coraje de los duelistas” para afrontar y atravesar las experiencias dolorosas y traumáticas del pasado (entre ellas, haber estado inconciente un mes, una semana en coma, etc., etc.), y finalmente me confirma que me ve muy bien instalado en el presente, con las experiencias del pasado como referencia, pero con el futuro como objetivo. Por lo tanto, me anuncia una drástica disminución en la medicación, progresiva pero sostenida, con vistas a dejar de tomar todo tipo de psicofármaco a la brevedad. “¿Viste? Ya te vas a desintoxicar del todo” me anuncia con una palmada en la espalda a la salida de la sesión en ese “gabinete de Mr Anderson” (por su parecido con la escenografía de la escena de “Matrix” en la que le tapan la boca y le meten el “bicho mecánico” a Keanu Reeves) que funciona como consultorio en el Servicio de Salud Mental del Hospital.
Ahora, parafraseando a la Negra Vernaci: “¿Puede ser tan turra la mente, Rolón?” No fue más que salir del edificio y empezar a tener durante todo el día unas desaforadas ganas de fumar y tomar café. “Sólo uno”, pensaba. “un permitido”, me autoengañaba.
Hasta que al anochecer, sentí que respiraba profundamente y daba por concluido el asunto. Nada de café, menos aún de cigarrillo. Me estoy desintoxicando química y anímicamente, dejando atrás las sustancias que me hacen mal y los malos recuerdos de las experiencias traumáticas. Incluso, hace una semana finalmente me entregué al tratamiento con la psicóloga embarazada y pecosa, le dije: “Creo que ahora sí estoy preparado para escuchar lo que tengas para decir sobre mi caso, sobre mí en general, y estoy dispuesto a considerarlo como una opinión calificada”.
Así que a las siete de la tarde volví a sentir que me encaminaba por el irreversible sendero de la desintoxicación, de la evolución, de la comprensión de que aunque ahora pueda entender los errores del pasado, en todas las áreas, ya no los puedo corregir retroactivamente. Puedo evitar los del futuro, comenzando por abstenerme de fumar. Hay una expresión de la “lengua popular” muy acertada. Esa que dice “ricataaateee” (“Rescatate”), cuando uno mejora sus hábitos. Es realmente un rescate, en todo el sentido de la palabra, teniendo en cuenta que las conductas tóxicas previas nos ponían frente a un peligro concreto.
Así que, mientras camino por Avenida Santa Fe, pienso en voz alta y me digo a mí mismo: “Tal parece que aprendiste a caminar sobre el papel de arroz, pequeño saltamontes”.
Después, me cuestiono por qué me hablo a mí mismo como si fuera otra persona, por qué me llamo “pequeño saltamontes”, y por qué hablo solo mientras camino por Avenida Santa Fe.
Y sobre todo, temo que la Dra. Trotta me escuche con la mente a la distancia y empiece a dudar de mis reales avances en el tratamiento.
21/7/08
La mirada del alma atrapada detrás del espejo
18/7/08
Las trillizas de Belleville y otras “ancianas superpoderosas”
“Las trillizas de Belleville”, precisamente está ambientada en una zona cronológica vagarosa, con rasgos entre los últimos `50, los `60 y hasta algo de los `70, más los flashbacks de las actuaciones artísticas de las trillizas (una especie de terceto vocal tipo Manhattan Transfer pero contemporáneo de Josephine Baker y Fred Astaire).
Pero quizás lo más delicioso, sin dudas el adjetivo que mejor califica a esta obra de arte en movimiento, son los giros de guión alrededor de Memé Souza, la abuela que entrena a su nieto ciclista –llamado, precisamente, Champion- para el Tour de France, mientras el inefable perro Bruno le ladra a los trenes que cruzan por la ventana de la casa.
Cuando unos siniestros mafiosos –dibujados con los hombros con forma de placard- secuestran a Champion y se lo llevan en un barco trasatlántico, Memé (apelativo francés para “abuela”, como “bove” para los judíos, “nonna” para los italianos o “yaya” para los españoles) Souza se lanza a su rescate atravesando tormentas oceánicas con un bote a pedal como los de los lagos de Palermo. Finalmente los alcanza en Belleville, una especie de versión surrealista de New York (o de Estados Unidos en general), identificada con una desopilante “Estatua de la Libertad” símil gorda-de-Botero.
Allí se encuentra con las Trillizas, quienes en otra época fueron grandes estrellas del espectáculo, y hoy viven en un departamentito, donde comen ranas a granel (pescadas con el recurso de hacer explotar granadas de mortero en la bahía, y luego recibirlas en un mediomundo a las ranas que vuelan como en una plaga bíblica. Genial). Finalmente las cuatro ancianas se enfrentan a los deformes mafiosos y los vencen, en una desopilante persecución automovilística de la que participan unas extrañas “limusinas de Citroën 3CV” a ritmo deliberadamente lento, y rescatan a Champion y otros dos ciclistas víctimas de los mafiosos-placard.
Hay cosas fantásticas en esta película –que me vino muy bien ver en un momento en que trato de lidiar con mi “manejo de la ira” y excesos de vanidad. La idea de que la fortaleza de las heroínas está en su debilidad, en la conciencia de sus “desventajas” físicas que las lleva a encontrar astutos atajos de economía psíquica. La posibilidad de encontrar heroísmo y protagonismo en la madurez y hasta en la vejez, una idea que a quienes ya pasamos los 45 nos empieza a ocupar más que preocupar. Y también, el recuerdo de mi abuela Victoria, una fibrosa heroína –obrera textil anarquista- que me despertaba todas las mañanas de mi infancia cantando a voz en cuello la “Internacional Anarquista”, que tenía un innato talento como cantante amateur de tangos –a la manera de las trillizas- y una sobria ternura, digna de quien era capaz de hacer explotar granadas de morteros para pescar ranas. Cuando yo le indicaba alguna conjugación errónea o una palabra correcta en contexto de una oración, ella me reprendía: “¿Vos me entendiste? ¿Y si me entendiste, para qué me corregís?” Y se amparaba en su edad para hacerme saber que ya era demasiado tarde para modificar su forma de hablar o incorporar nuevos conocimientos.
Hoy descubro que, justamente, la mejor forma de eludir las trampas del ego es la autocrítica. Si quedamos entrampados en una vanidad “blindada”, no hay posibilidad de modificar, ni, en consecuencia, de mejorar (de “promovernos como sujeto histórico” como dicen en la Facultad de Ciencias Sociales). Las trillizas de Belleville son parecidas a mi abuela Victoria, a quien sólo le faltó esa flexibilidad para adaptar su “número musical” al paso del tiempo (me refiero a la flexibilidad para seguir aprendiendo cosas a cualquier edad). Aunque quizás sólo se trate de otra de las estupendas lecciones que me dejó a lo largo de la vida: en este caso, la que puedo entender en mi propia madurez.
De corazón: en cuanto puedan, alquilen “Las trillizas de Belleville”, apaguen la tele, disfruten de esta maravillosa pieza de cine arte de animación. Y también disfruten de sus yayas, nonnas, boves y memés, que siempre tienen algo nuevo para aportar, incluso 25 años después de haber dejado este mundo.
13/7/08
Oda a la milanesa de lentejas
Además, en pleno conflicto del campo, permiten una estupenda posición equidistante de los bandos en pugna: ni carne de vaca (después de ver “Fast food nation”, con su espantosa escena del matadero, que en realidad está casi calcada de una toma similar en “La hora de los hornos” de Pino Solanas, el hinduismo se transforma en una opción poco menos que contigua al sentido común), ni milanesas de soja (los “barones” de la ídem arrasan con bosques y naturaleza subidos a la topadora de la codicia ilimitada).
Últimamente, me doy cuenta, tiendo a exagerar y sobrediagnosticar a los que quiero, en quienes veo algún problema de dieta en cada resfrío o cada bajón anímico porque perdió Boca. Sin embargo, también les recomiendo un libro, que se llama “Nutrición ortomolecular”, en el que se explica la relación directa entre la buena nutrición y la salud mental. Curiosamente, cunde la idea de que la nutrición es una especie de “superstición esotérica de hippies emporrados”, cuando en realidad sigue la misma lógica de evaluar la diferencia entre ponerle “nafta Fangio XXI” o aguarrás/kerosene a una Harley Davidson. La comida es el combustible del cuerpo humano, y su incidencia sobre la salud (física y mental) es directísima, el cuerpo sintetiza mucho más rápido los químicos provenientes de la comida natural que cualquier “suplemento” artificial que se compre en farmacia.
Así que, una vez más, trataré de ir a Lotos, donde es notable el “milagro” del cambio de humor y de “polaridad” que percibimos con mi hijo al comer milanesas de lentejas, o cazuelas de seitán (una especie de “Carne-proteína-de trigo”, que se obtiene de la harina). Y, last but not least, es más barato. Incluso en casa se pueden preparar las milanesas de lentejas con: 1 taza de lentejas secas puestas a remojar durante 4 horas mínimo; después tirar el agua del remojo, poner bastante agua nueva y agregar ½ taza de arroz. Cocinar todo junto hasta que el arroz esté bien cocido. Escurrir y luego procesar todo en una pasta. Condimentar a gusto y dejar enfriar en la heladera hasta el otro día. Darle forma de medallones, pasar por pan rallado después por huevo y nuevamente por pan rallado. Hornear durante 5 minutos de cada lado. Se pueden frizar en cantidad antes de cocinarlas.
En el libro “Vivir sin arrepentimiento”, el escritor budista tibetano Arnaud Maitland cuenta cómo, cuando un amigo nutricionista le recomendó cambiar la dieta de su madre –que estaba siendo atacada por el Mal de Alzheimer- y Maitland le trasmitió la idea a su padre, éste le contestó, resignadamente: “Hijo, ya hemos probado con tantas cosas...”
Prueben a no resignarse y prueben también estas milanesas de lentejas. Quizás sea una humilde pero no por ello menos acertada “receta económica” que contribuya al bienestar general sin grandes fanfarrias ni marquesinas, como las cosas que –al fin de cuentas- realmente influyen en la felicidad de las personas.
Una historia de “amplio espectro”
El protagonista de la novela es sin dudas Lucio V. Mansilla, sobrino de Juan Manuel de Rosas, y una especie de “prócer frustrado”, a partir de su excesiva locuacidad, su excentricismo de dandy en tiempos de rusticidades culturales y violencia política, y sus ambiguas gestiones con los indios de su tiempo, que lo perciben como una especie de Michael Collins –aquel líder irlandés que tras obtener el tratado de 1922 que creaba la República de Irlanda fue reprobado por sus seguidores, porque el mismo tratado dejaba Irlanda del Norte en manos de los británicos- de las pampas, artífice de un tratado de difícil casi utópico cumplimiento por parte de los blancos.
En esta novela, en la que abunda una especie de “realismo mágico celta”, con espíritus y espectros gallegos, vale la comparación para referir el regreso del fantasma de Mansilla a la década del `90, junto con otros personajes fantásticos –en toda la polisemia de la palabra- que permiten un nuevo recorrido geográfico y literario: la novela relata una bitácora existencial, tomando como eje el famoso viaje de Mansilla hacia la tierra de los Ranqueles, propone una excursión hacia su alma y su memoria. Párrafo aparte para la desopilante historia sobre cómo se las ingenia el fantasma atemporal, o más bien anacrónico, para hacerse de dinero actual “fabricando” manuscritos “antiguos” para ser subastados o vendidos a coleccionistas.
En suma, un estupendo recorrido por algunos de los pasajes más apasionantes de la historia argentina pero en clave intencionadamente mítica, sin ánimos revisionistas o polemizantes, sino en tono de “Corto Maltés”, como en una cosmogonía criolla y celta, con ritmo de cómic, algo de road movie y mucho de lectura como diversión, de cultura apta para todo público.
6/7/08
Esas canciones del “de moño”
Algo de ese proceso de celebrable transformación o pasaje de la tragedia a la comedia se percibe en las canciones de Richard Cheese, seudónimo del comediante de Las Vegas Mark Johnathan Davis, quien reversiona con arregos similares a las big bands de Glen Miller o al Modern Jazz Quartet de Dave Brubeck, los temas más oscuros, deprimentes, góticos y trágicos del rock contemporáneo.
“Creep” de Radiohead se tranforma así en un pegadizo estribillo de comedia musical digno de una coreografía de Fred Astaire; “Esta es una para las damas”, anuncia con voz de presentador de casino y comienza a cantar un desopilante arreglo de “Rape me” (“viólame”) de Nirvana; “Enter Sandman” de Metallica se resuelve con un corito de villancicos y muchos bronces alegres; “Material Girl” es cantada con énfasis en el estribillo (“soy una chica material…”) pero con la voz bien grave, algo así como escuchar a Ricardo Iorio, el ripioso vocalista de Almafuerte cantando “Yo quiero ser dueña del cielo/ y un pinar…”
También hay gags muy graciosos en “One step closer” de Linking Park, con una insistencia en hacer callar a la banda a partir del estribillo que dice “Shut up” (cállate); o la introducción símil grito de Tarzán en “Wellcome to the jungle” de los Guns & Roses, entre otras intervenciones que recuerdan por momentos a Frank Sinatra, más Frank Zappa más Les Luthiers.
Una perlita es la versión de “The girl is mine”, aquel dueto entre Michael Jackson y Paul Mc Cartney en el que los cantantes se disputaban una mujer; aquí el dueto es con la presunta voz computarizada del científico Stephen Hawking.
La música de Richard Cheese es ideal para quienes piensan, parafraseando a Mafalda, que cuando algo es demasiado trágico sólo resta tomárselo a broma; o para quienes procuran –al igual del personaje de Eduardo Blanco en “El hijo de la novia”- hacer “chan-chán” sobre el tango de sus vidas. Cheese logra en sus versiones desopilantes transformar la gravedad apesadumbrada de aquellas densas canciones en rítmicas anécdotas cómicas, repitiendo como comedia lo que fue creado como tragedia.
Hace poco, en el programa de radio “Falso impostor” por la FM Rock & Pop, debatían con lucidez sobre la “música depresiva”: allí eran mencionados Nick Cave, Tom Waits, Leonard Cohen, Lou Reed, Radiohead, Portishead, entre otros exponentes de esas melodías que yo solía escuchar bajo los efectos de sedantes, cigarrillos, vodka y hectolitros de café, acaso como substancias que permitían absorber –anestesiar incluso- esos nocivos mensajes (entre ellos: la estereotipada noción de que las expresiones artísticas deprimentes, angustiantes y hasta sórdidas indican la presencia de un presunto mayor caudal de “inteligencia” o “profundidad”); en un proceso bastante parecido al de las pastillas lisérgicas que contribuyen a asimilar la música “trance”, valga la palabra, o electrónica. Ahora que no tomo drogas, no tomo alcohol, no tomo café, no tomo taxis y he dejado de fumar, los domingos a las 7 de la tarde escucho a Richard Cheese.
Les recomiendo, de corazón, todas esas desintoxicaciones, incluida la específicamente musical mencionada en este comentario.
3/7/08
Una película “de género”
Algo así pasa con la serie –y ahora la película- “Sex and the city”. No cuestiono la calidad artística ni las actuaciones de las actrices, tampoco el vestuario, dirección de arte, escenografías, etc. Pero sostengo –mejor quizás sería decir concibo- que las premisas de guión son engañosas, tramposas. Allí asistimos a las peripecias de after office de cuatro mujeres cuarentonas que, además de una activa vida profesional –el protagónico de Sarah Jessica Parker es una periodista que relata las crónicas de las experiencias del cuarteto-, atraviesan, valga la palabra, por una superpoblada agenda erótica, sobre la cual discurren en los consabidos after-office o terceros tiempos de diezmado equipo de hockey sobre césped. Y allí, lo que surge es una actitud cínica, escéptica, abrumada frente a la vida, insatisfecha a pesar de las múltiples y variadas búsquedas –y hallazgos- de placer carnal.
Eso es lo que más me molesta de la serie –y ahora la película-. Detrás de una aparente (como el campanario de la iglesia de Descartes) actitud liberada, moderna, descontracturada e independiente, lo que hay es una confirmación del discurso imperante. Una nueva versión de la “dialéctica de la-santa-o-la-puta”, funcional a la teocracia liderada por un megalómano fascistoide en que se ha convertido la sociedad estadounidense contemporánea. Como las brujas de Salem para los cuáqueros puritanos del siglo XVI, estas mujeres para –por- mantener una vida sexual activa y atractiva deben actuar como terribles malas personas.
Y sobre todo, que quede claro que tener una vida sexual activa no sólo no hace más felices a las mujeres, sino que por el contrario, las sume en la insatisfacción, la melancolía y el cinismo. Pero, eso sí, disfrazado de un aire de “qué cancheras que somos” para que se inscriba en la conciencia colectiva como un avance lo que en realidad es un viaje de vuelta al medioevo. Como escuché en el colectivo al pasar frente al afiche de “La Nación.com” que muestra una espantosa imagen de la guerra de Irak seguida por la frase “La realidad NO SE PUEDE cambiar”; al observarlo, alguien dijo: “las falacias se transmiten en la vía pública y se terminan legitimando en la sobremesa del asado familiar del domingo”.
Sépanlo: (al menos en opinión de este humilde & vintage “falócrata-opresor-de-género”), “Sex and the city” es una serie –y ahora una película- solapadamente puritana, desalentadora de la independencia femenina.
En lo personal, sigo creyendo que es posible encontrar mujeres con bellas piernas y actitud sensual, que a la vez tengan un posgrado en Princeton y hablen cinco idiomas y te expliquen las últimas tendencias de arte abstracto-conceptual, y (insisto, con perdón de la cacofonía, “y”) que a la vez sean capaces de sorprenderse con detalles de ternura, que se entusiasmen con el “detalle” de estar vivos, que sean, además de “buenas minas/hembras/mujeres”, buenas personas. ¿Es eso pedir demasiado? En la vida no, pero no es lo que se puede encontrar en “Sex and the city” (ni en la serie ni en la película). En estos tiempos, la nueva dicotomía irreconciliable (tipo “Liberación o dependencia”) parecería ser “estar advertidos-cool-adelantados-ser-unos-piolas bárbaros” o –en la otra punta- intentar de vez en cuando acercarse a un estado más o menos parecido a la felicidad. Pero la felicidad no vende: la economía posmoderna se basa en la frustración y la envidia (querer y no tener; querer tener lo que tienen los otros).
Así que, folks, usen esas dos horas para ver “Odette” o una con Cecile de France, para leer a Wilhem Reich (“La revolución sexual”, “La función del orgasmo”) o un libro de relatos eróticos.
O, mucho mejor aún, para disfrutar –sin guiones, ni prejuicios, ni mucho menos comentarios del personaje de Sarah Jessica Parker- de un intenso turno en “algún lugar tranquilo”.
Parafraseando una extraordinaria definición acuñada en el programa de radio “La pelota no dobla” (“El fútbol es simple. Lo complican los periodistas”), al fin de cuentas “La vida es simple. La complican los psiquiatras y los publicitarios”.
29/6/08
“Creía que la que cantaba era Juana Molina” y otras confesiones de invierno
Ahora, a partir del 21 de julio, se viene el último disco de Carla Bruni. Y no es una forma de decir, este trabajo no será el “más reciente”, sino “el último”, ya que parece que su marido presidencial ha decretado el fin de su carrera artística (la de ella, la de él nunca empezó. Aprovechamos este comentario para hacer un llamado a la solidaridad: se necesitan 100 dadores de onda para el primer mandatario galo). Se trata de “Como si nada hubiera pasado” en donde Carlita confiesa en una de sus canciones que es “una niña, a pesar de mis 30 amantes” (los de ella). Llegado este punto hay voces discordantes y controversiales. Hay colegas, como el impecable y circunspecto Juan Pablo Varsky, que frente a la imagen de Carlita pierden la compostura y comienzan a desgranar metáforas de baja estofa sobre la ingesta de golosinas por parte de “Shark-ozy” (onomatópeyico y políglota juego de palabras con “Shark” –“tiburón” en inglés- y “Aussi” –“también” en francés). Prefiero en cambio la postura de quienes coinciden en este caso con el risueño comentario del trompetista y conductor radial Gillespi referido a la actriz que interpreta a la “99” en la remake del Superagente 86 (“Me dasss una combi y voy ahora misssmo a Rafael Calzada y te traigo 30 minassss que essstán mássss buenasss que éssssta”). Lo cierto es que Carlita se las ingenió para reclutar a 30 chabones de alta gama, entre los que, además del actual presidente de Francia, se encuentran músicos como Eric Clapton o Mick Jagger, el mencionado director de cine Leos Carax, el nabo de Kevin Costner, el garca de Donald Trump, Jean Jaques Goldman –una especie de “Bombita Rodríguez” francés- o Christopher Thompson, el hijo de la directora de cine Danielle Thompson (realizadora de “Lo mejor de nuestras vidas” una película buenísima onda, ideal para levantar el ánimo a los amigos en trances depresivos: alquílenla, en serio).
De hecho, la larga lista de amantes de Carlita podría utilizarse en las psicoterapias de pacientes varones, como pregunta de test de psicodiagnóstico: “¿Con cuál de los 30 amantes de Carla Bruni te identificás?” En mi caso, hay días en que al salir de la terapia –con una profesional de gran proyección, inconvenientemente joven, concheta, pecosa y embarazada-, si he recibido eficaces masajes en la autoestima, tiendo a sentir una inexplicable pero no por ello menos solidaria empatía con Laurent Fabius, ex primer ministro socialista, a quien Carlita rememora como “todo un caballero”, pero sobre todo como un “extraordinario, inolvidable” performer de alcoba.